Dicen algunos que, cuando este calendario marque 13.0.0.0.0, el 21 de diciembre de 2012 (lo que viene a ser la figurita de la izquierda en jerogrífico maya), algo le pasará a nuestro mundo.
Uno, que va caminando bastante ya ha sobrevivido a algunos días del Juicio Final según los esclarecidos profetas habituales.
Recuerdo especialmente las muchas que hubo a principios de los años '80, quizá porque yo empezaba a ser un chaval en aquellos tiempos y consiguieron impresionarme.
Los testigos de Jehová han sido especialmente prolíficos a la hora de meter la pata hasta las narices con sus profecías fallidas: 1914, 1915, 1918, 1920, 1925, 1941, 1975 y 1994 se cuentan entre las fechas propuestas por la Sociedad Atalaya de Pennsylvania para tan extraordinario suceso.
Cualquiera diría que desde esa atalaya no se ve muy bien.
Después de perder aproximadamente la mitad de sus fieles con cada una de estas pequeñas equivocaciones en las que miles de personas habían comprometido sus vidas y fortunas, han decidido ya sumarse a la corriente mayoritaria entre los protestantes milenaristas y decir que "ningún hombre puede saber cuándo, pero pronto."
No han sido los únicos. A los milleristas y quienes se han dejado influir por ellos les va mucho la marcha del fin del mundo: Adventistas del Séptimo Día, mormones y otros muchos vienen creyendo en un inminente fin de los tiempos y en uno u otro momento adelantaron fechas para sus seguidores.
Se ve que el Gran Chasco de 1844 no fue suficiente lección. La Iglesia Católica –más sabe el diablo por viejo que por diablo– también picó en sus tiempos, pero aproximadamente desde el siglo IV consideraron heréticos tales planteamientos.
Sin embargo, ello no impidió el pánico del año 1000 (los historiadores debaten sobre su alcance, pero lo hubo), o que el Papa Inocencio III (1161-1216) advirtiera del fin del mundo en 1284 como parte de la campaña de propaganda para la Quinta Cruzada, a través de su encíclica Quia Maior.
Tampoco evitó que en el siglo XVI algunos eclesiásticos usaran una supuesta profecía de San Malaquías para tratar de imponer un Papa; esta es la famosa Profecía de los Papas, que por cierto anda a punto de caducar: sólo quedarían el presente y otro más.
O el decepcionante Tercer Secreto de Fátima, que al final no fue ni chicha ni limonada y vale lo mismo para un cosido que para un fregado.
Tampoco es de extrañar que, en una cultura cuyo libro sagrado termina con una profecía apocalíptica –la Revelación de San Juan– el número de personas tratando de poner fecha a tan notable evento u otro parecido haya sido elevado.
El más conocido de todos ellos es, indudablemente, el médico y astrólogo occitano Miquèl de Nostredame, conocido en francés como Michel de Nôtre-Dame y en casi todos los idiomas por su latinización Nostradamus.
Aunque Nostradamus no predice propiamente un fin del mundo, y de hecho,
es tan críptico que no predice nada en particular, las pocas veces en que dio una fecha para algún suceso apocalíptico, no parece que ocurriera gran cosa:
X Centuria, Cuarteta LXXII en Les Propheties de M. Michel Nostradamvs, Benoist Rigaud, Lyon, 1568. El texto (en francés antiguo) se traduce como
"El año 1999, a los siete meses | del cielo vendrá un gran Rey terrorífico | resucitar el gran Rey de Angolmois | antes después Marte reinar por dicha".
Además de que el texto es indescifrablemente ambiguo, en julio o agosto de 1999 no parece que ocurriera nada por el estilo sin retorcer mucho el lenguaje.
A lo largo del último medio siglo vivimos bajo una amenaza que fue lo más parecido a un verdadero aviso del apocalipsis, pero no se trataba de una profecía, sino de algo mucho más palpable: el riesgo de que una guerra nuclear a gran escala ocasionara inmensa mortandad y devastación, pudiendo llegar a la extinción de la especie humana en sus formas más extremas.
Sin embargo, hasta el día presente hemos sido más cuerdos que todo eso y las armas preparadas para la última de todas las guerras siguen dormitando pesadillas neutrónicas en sus lanzadores y almacenes.
No obstante ello, de manera acorde al signo de los tiempos, fue la primera vez en que todos comenzamos a creer en una profecía apocalíptica laica, no religiosa.
Naturalmente, pronto comenzaron a surgir otras menos tangibles, a caballo entre la pseudociencia y la religión; muy propio de la evolución sincrética a donde están yendo las sociedades occidentales en materia espiritual.
Esto ya venía notándose entre grupúsculos de naturaleza esotérica, astrológica, contactista y demás, pero se manifestó con toda claridad en el año 2000 –a los milenaristas, por motivos obvios, les encantan los números exactos–.
Todos recordaremos que, debido a unos supuestos fallos informáticos en cadena derivados de la fecha de dos dígitos que caracterizaba a la mayoría de ordenadores de su tiempo, el mundo tal y como lo conocemos se iba a terminar primero en la Nochevieja de 1999 y luego con el cambio de siglo.
Lógicamente, los técnicos tomaron las precauciones oportunas, se hicieron las modificaciones necesarias, se corrigieron los fallos aparecidos y el mundo prosiguió su curso exactamente como el día anterior.
Desacreditadas las profecías religiosas, y saturado el público del temario habitual de Papas y cuartetas, quienes se ganan la vida con esto del milenarismo tuvieron que recurrir a saberes más olvidados y exóticos para mantener la clientela.
El problema es que cuando uno se sale del entorno cultural de las grandes religiones monoteístas occidentales (cristianismo, judaísmo, islamismo y el zoroastrismo que impregna a las tres) el concepto de fin del mundo no es tan popular, pues les resulta bastante ajeno.
Por ahí fuera creen en ciclos kármicos, ruedas de la vida y cosas así,
lo que resulta difícil de conciliar con gloriosas Segundas Venidas o durísimos
Días del Juicio Final.
El sincretismo, una vez más, es la solución: buena parte de la literatura apocalíptica habla ya de cambios de ciclo o transformaciones de paradigma, normalmente relacionados con un suceso catastrófico pero no tanto y echando a la cazuela astrología, pseudociencia y elitismo.
Lo mejor de todos los mundos, vaya.
Uno, que va caminando bastante ya ha sobrevivido a algunos días del Juicio Final según los esclarecidos profetas habituales.
Recuerdo especialmente las muchas que hubo a principios de los años '80, quizá porque yo empezaba a ser un chaval en aquellos tiempos y consiguieron impresionarme.
Los testigos de Jehová han sido especialmente prolíficos a la hora de meter la pata hasta las narices con sus profecías fallidas: 1914, 1915, 1918, 1920, 1925, 1941, 1975 y 1994 se cuentan entre las fechas propuestas por la Sociedad Atalaya de Pennsylvania para tan extraordinario suceso.
Cualquiera diría que desde esa atalaya no se ve muy bien.
Después de perder aproximadamente la mitad de sus fieles con cada una de estas pequeñas equivocaciones en las que miles de personas habían comprometido sus vidas y fortunas, han decidido ya sumarse a la corriente mayoritaria entre los protestantes milenaristas y decir que "ningún hombre puede saber cuándo, pero pronto."
No han sido los únicos. A los milleristas y quienes se han dejado influir por ellos les va mucho la marcha del fin del mundo: Adventistas del Séptimo Día, mormones y otros muchos vienen creyendo en un inminente fin de los tiempos y en uno u otro momento adelantaron fechas para sus seguidores.
Se ve que el Gran Chasco de 1844 no fue suficiente lección. La Iglesia Católica –más sabe el diablo por viejo que por diablo– también picó en sus tiempos, pero aproximadamente desde el siglo IV consideraron heréticos tales planteamientos.
Sin embargo, ello no impidió el pánico del año 1000 (los historiadores debaten sobre su alcance, pero lo hubo), o que el Papa Inocencio III (1161-1216) advirtiera del fin del mundo en 1284 como parte de la campaña de propaganda para la Quinta Cruzada, a través de su encíclica Quia Maior.
Tampoco evitó que en el siglo XVI algunos eclesiásticos usaran una supuesta profecía de San Malaquías para tratar de imponer un Papa; esta es la famosa Profecía de los Papas, que por cierto anda a punto de caducar: sólo quedarían el presente y otro más.
O el decepcionante Tercer Secreto de Fátima, que al final no fue ni chicha ni limonada y vale lo mismo para un cosido que para un fregado.
Tampoco es de extrañar que, en una cultura cuyo libro sagrado termina con una profecía apocalíptica –la Revelación de San Juan– el número de personas tratando de poner fecha a tan notable evento u otro parecido haya sido elevado.
El más conocido de todos ellos es, indudablemente, el médico y astrólogo occitano Miquèl de Nostredame, conocido en francés como Michel de Nôtre-Dame y en casi todos los idiomas por su latinización Nostradamus.
Aunque Nostradamus no predice propiamente un fin del mundo, y de hecho,
es tan críptico que no predice nada en particular, las pocas veces en que dio una fecha para algún suceso apocalíptico, no parece que ocurriera gran cosa:
X Centuria, Cuarteta LXXII en Les Propheties de M. Michel Nostradamvs, Benoist Rigaud, Lyon, 1568. El texto (en francés antiguo) se traduce como
"El año 1999, a los siete meses | del cielo vendrá un gran Rey terrorífico | resucitar el gran Rey de Angolmois | antes después Marte reinar por dicha".
Además de que el texto es indescifrablemente ambiguo, en julio o agosto de 1999 no parece que ocurriera nada por el estilo sin retorcer mucho el lenguaje.
A lo largo del último medio siglo vivimos bajo una amenaza que fue lo más parecido a un verdadero aviso del apocalipsis, pero no se trataba de una profecía, sino de algo mucho más palpable: el riesgo de que una guerra nuclear a gran escala ocasionara inmensa mortandad y devastación, pudiendo llegar a la extinción de la especie humana en sus formas más extremas.
Sin embargo, hasta el día presente hemos sido más cuerdos que todo eso y las armas preparadas para la última de todas las guerras siguen dormitando pesadillas neutrónicas en sus lanzadores y almacenes.
No obstante ello, de manera acorde al signo de los tiempos, fue la primera vez en que todos comenzamos a creer en una profecía apocalíptica laica, no religiosa.
Naturalmente, pronto comenzaron a surgir otras menos tangibles, a caballo entre la pseudociencia y la religión; muy propio de la evolución sincrética a donde están yendo las sociedades occidentales en materia espiritual.
Esto ya venía notándose entre grupúsculos de naturaleza esotérica, astrológica, contactista y demás, pero se manifestó con toda claridad en el año 2000 –a los milenaristas, por motivos obvios, les encantan los números exactos–.
Todos recordaremos que, debido a unos supuestos fallos informáticos en cadena derivados de la fecha de dos dígitos que caracterizaba a la mayoría de ordenadores de su tiempo, el mundo tal y como lo conocemos se iba a terminar primero en la Nochevieja de 1999 y luego con el cambio de siglo.
Lógicamente, los técnicos tomaron las precauciones oportunas, se hicieron las modificaciones necesarias, se corrigieron los fallos aparecidos y el mundo prosiguió su curso exactamente como el día anterior.
Desacreditadas las profecías religiosas, y saturado el público del temario habitual de Papas y cuartetas, quienes se ganan la vida con esto del milenarismo tuvieron que recurrir a saberes más olvidados y exóticos para mantener la clientela.
El problema es que cuando uno se sale del entorno cultural de las grandes religiones monoteístas occidentales (cristianismo, judaísmo, islamismo y el zoroastrismo que impregna a las tres) el concepto de fin del mundo no es tan popular, pues les resulta bastante ajeno.
Por ahí fuera creen en ciclos kármicos, ruedas de la vida y cosas así,
lo que resulta difícil de conciliar con gloriosas Segundas Venidas o durísimos
Días del Juicio Final.
El sincretismo, una vez más, es la solución: buena parte de la literatura apocalíptica habla ya de cambios de ciclo o transformaciones de paradigma, normalmente relacionados con un suceso catastrófico pero no tanto y echando a la cazuela astrología, pseudociencia y elitismo.
Lo mejor de todos los mundos, vaya.
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